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miércoles, 24 de diciembre de 2008

UN PACTO DE CONVIVENCIA

Voy llegando a mi pueblo. Es un día frío y lluvioso del mes de Noviembre. Desciendo la cuesta hasta el río a muy poca velocidad para disfrutar del paisaje otoñal que ofrecen los chopos cuando sus hojas van a caer. Amarillo, verde, marrón, naranja. Es un placer para la vista acostumbrada a coches, edificios y semáforos. Bajo la ventanilla y entra un frío helador pero fresco y puro que me despeja de los kilómetros de conducción en solitario y me da la vida que busco desde hace meses. Meses que, sin salir fuera de Madrid, se sienten como apretados, llenos de angustia y pegados al alma. Aquí se despegan, se abren los sentidos y notas cómo el espíritu se expande, se afloja; cómo las sensaciones vuelven a ti y te envuelven los aromas a árbol, a tierra…
Antes de llegar a casa paro el coche junto al río y me acerco a él. Piso la arena fina que lo separa de la carretera. Vuelvo a notar la frialdad, la humedad intensa que se te mete en los huesos pero que se agradece tanto.
Me quedo unos minutos mirando cómo corre el agua, rápida y abundante, arrastra algunas algas y los pocos peces que quedan y recuerdo cuando era niña, cuántos peces y cangrejos habitaban dentro de su corriente.
Miro al norte y diviso un extenso pasto(*) verde intenso gracias a las lluvias. Con todo esto en mi retina me dirijo hacia la casa que mis padres construyeron hace muchos años.
Al abrir la puerta hay una temperatura que permite ver el aliento. Hace mucho tiempo que está cerrada. Hay que abrir las ventanas y después encender rápidamente la calefacción. Mientras lo hago coloco las cosas dentro. En mi cuarto la ropa, en el frigorífico la comida para pasar un par de días.
De pronto me doy cuenta de que el calor ha despertado la vida en la casa y una araña enorme se descuelga del techo en su hilo largo y cimbreante. Me asusto porque cae muy cerca de mí y no me gustan las arañas. Esta tiene el cuerpo pequeño y las patas largas, como la mayoría de las arañas caseras, esas que dicen que se comen los mosquitos pero que a mi me pone los pelos de punta cuando las veo moverse todas a un tiempo Pienso en darle un manotazo pero tocarla me repugna tanto que no puedo hacerlo. Busco algo con qué matarla y no lo encuentro y a la vez pienso que…. ¿Por qué matarla? ¿Qué daño me ha hecho? Dicen que las arañas están en los sitios donde hay limpieza, hay quien dice que dan suerte. Bueno, la verdad es que casi me voy acostumbrando a ellas y ya me da un poco de pena matarlas.
La araña se quedó ahí, en el mismo lugar donde quiso parar su descenso, mirándome, como queriendo ver cual era mi decisión, y cuando comprobó que no iba a hacerle daño, recogió su hilo y volvió al techo, ahora ya con sus patas abiertas disfruta del calor del radiador que la había despertado de su letargo invernal. Por alguna razón estaba segura de que no volvería a verla. Entre las dos se creó algo como un pacto de convivencia.
Cuando al día siguiente dejé la casa y cerré la puerta, mentalmente me despedí de ella hasta la primavera, pero con seguridad para entonces ya habrá buscado otro lugar donde continuar con su vida después del invierno.